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miércoles, 10 de marzo de 2010

Yo pensé que en cuanto te fueras, dejarías de chingar. Ya tuve suficiente, carajo: llegas y te vas. Tomas las llaves y te vas. Haces café y te vas. Levantas el auricular y te vas. Es de humanos equivocarse: miénteme una vez, y es tu culpa. Miénteme dos, y es la mía; así que te vas, buscando pretextos para hacerle al idiota fuera de esta puerta.
Tú tomas una copa y te vas. Tú ensayas esa cara de infancia derrocada al espejo, luego te vas. Ni siquiera un adiós, ya ni hablar de un hasta luego: es una concepción intransigente esto de seguirte los pasos, porque son profundas las montañas donde entierras esos surcos. Apenas y la gente se da cuenta que eres un punto disímil en el espacio: que si te marchas nadie lo advierte, cromagnón ingenuo, mi alfabeta pérfido. Si manchas de café las orillas de la mesa, qué más da; a seguir viviendo la supremacía, que no serás tan importante para creer poseer el lujo de la humanidad. Que la fama supervisa, que el infortunio desentraña.
Así que te vas. Discrimina, entonces, asfixia el derecho a sentirte bienaventurado en el palacio de caminos. Así que te vas de nuevo, Capitán. A mí no me engañas: los mares están solos, quédate este acorde a mi orilla.

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