Recibí un sobre de Gus. Hacía días que no me contaba lo mal que le iba todo. A menudo me decía que le dolía el espíritu, que nunca era de día y que el cielo nos engañaba con su claro azul para que sonriésemos, pero que seguía siendo permanentemente de noche. La noche eterna. Una noche sin estrellas, una noche vacía de luna. Yo nunca le creía, yo quería que el cielo fuera azul clarito; es más cómodo. Me decía también que el mar era negro, negro e infinito, y angustioso y que su color oscuro se reflejaba en el cielo, pero que ese sol que acabaría desapareciendo lo aclarecía un poco, modificando su color de negro infinito a azul oscuro. Me decía también que ese azul oscuro del cielo de día era el color de la tragedia, de la tragedia humana, de la desazón vital, de la sensación de sentirse insignificante, mortal y sin Dios en un momento en el que daba la sensación que el cemento del suelo siempre sería gris. Ah sí, es que esto no es todo, había mandado más de cinco cartas al Ayuntamiento pidiendo, probablemente exigiendo, que pintaran de una vez el color del suelo de Barcelona porque, de no ser así, el mundo ─ la sociedad ─ caería en un espiral amargo muy muy pero que muy gris, gris como el cemento.
El sobre de Gus era azul. De ese azul tan hondo del mar. Sólo tenía escritas nuestras direcciones y nuestros nombres. Dentro venía un papel en blanco y unas tijeras. Lo abrí, cogí las tijeras y corté el papel en dos partes asimétricas que, ajuntadas de nuevo, parecían dos siameses deformes. No sé por qué lo hice, ni para qué. Tampoco así logré entender el mensaje. Mi hermana mayor, Lauri, y yo intentamos descifrar el mensaje durante toda la tarde; no hallamos respuesta alguna que fuera mínimamente coherente. No tenía que serlo.
Llamé a Gus: “el número al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento, inténtelo más tarde”. No quise intentarlo más tarde porque me supo mal el tono en que lo decía esa voz prepotente. Probé al fijo: Gus ya había cogido el vuelo hacía Burgos. ¿Qué vuelo? Tardaría cinco meses y catorce días en volver.
Caí en la cuenta de que si el sobre era azul oscuro significaba tragedia. ¿Pero qué tragedia? Las tijeras significarían algo así como cortar y el papel en blanco era lo qué cortaba. ¿Era ese papel símbolo de lo perdido? ¿O era símbolo de su ahogada vida? Tres meses después pensé que quizás yo era ese papel.
Resulta que Gus volvió antes de ayer con su maleta azul marino. Picó al timbre de mi puerta. Tardé cuatro minutos en abrir. Él aprovechó para descansar en el rellano, sentado en un escalón del color del granito. Cuando se levantó le abrí. Nos miramos antes de darnos ese beso extraño que se dan los enamorados cuando no saben si deben seguir su instinto o apartarse. No hablamos nada. Dejó su maleta en el recibidor, me dirigió hacia el sofá. Nos sentamos. Abrió la botella de vino que había comprado hacía un año y que nunca habíamos llegado a probar. Sorbo a sorbo, nos bebimos dos copas. Seguimos callando: él mirándome a los ojos, yo escondiendo mi mirada de miedo y sorpresa. Se acercó todavía más y aprovechó que tenía la boca aun levemente abierta por el asombro para introducir su lengua y moverla en un remolino estruendoso. Estuvimos bailando un vals muy lento y seguimos el baile en la habitación: él bailaba su lengua en mi entrepierna, yo hacía bailar mis senos en su tez.
Nos dijimos adiós con los ojos. Cuando ya había cerrado la puerta y había echado a andar por el pasillo, vi dos sobres deslizarse por el suelo del recibidor. Venían de detrás de la puerta. Abrí el que tenía el número uno, esta vez no era azul negruzco, era blanco, y dentro se disculpaba por el sobre de hacía cinco meses, y me decía que yo merecía otro sobre más especial, y que abriese el número dos. Lo abrí. Dentro había unas tijeras rotas y muchísimos trocitos de papel enganchados con celo grueso en una tira de unos veinte centímetros. En este sobre también había un papel, me decía que si yo no había conseguido entenderlo a él, ¿quién iba a hacerlo? Me dijo que no volvería a romper conmigo con un símbolo que yo pudiera no saber interpretar. ─ ¿Qué yo pudiera no saber interpretar? ¡Si era imposible!─.
Entonces caí en la cuenta de lo qué había pasado. Quise, desde mi ingenuo corazón, pensar que quiso enviarme un mensaje indescifrable para tenerme entretenida y así no hacerme daño, pero no pude. Me sentí una marioneta tirada a la basura y recuperada del contenedor. Me acerqué corriendo al balcón, lo conocía demasiado como para saber que estaba mirando desde la calle los geranios de mi terracita con cara de simulada indiferencia (esto es a menudo un rasgo inconsciente) pero con un dolor tremendo en el pecho. Estiré el brazo y lancé la colilla del cigarro que se me había consumido entre los dos dedos. Luego estiré el otro brazo y solté los tres sobres, el de hacía ya cinco meses y los de aquel día, y cayeron nueve pisos abajo. Bueno, no voy a mentiros, aunque no quiero que penséis que soy algo frívola: la verdad es que los lancé de la misma manera que el Discóbolo soltará un día de estos ese disco que lleva tantos siglos agarrando y que no para de girar sobre sí mismo preparado para llegar al espacio y atravesar un planeta en una grieta iracunda.
El caso es que de Gus nunca más volví a saber nada.
Extraido de:
http://a-bocajarro.blogspot.com
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