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miércoles, 10 de marzo de 2010

Chingar su madre, Mor. Sírveme otra copa, que el vino cura las heridas y lava las plegarias: vamos hablándonos serio. Ella me dejó y yo me quedé perplejo. Se me fueron los pies, empecé a reptar en vez de respirar, y saberla en los brazos de otro me quebró las alas de una vez y para siempre.
Entonces la encontré a aquella. Tan limpia, tan sana, tan frágil; y la abracé, y suspiré: estábamos llenos de costras y moretones. Pero supo darme el brazo, y yo supe darle corazón.
Aquella estaba herida, como yo. Aquella tenía un él, como yo tenía una ella. Yo la olvidé, claro, y aquella lo olvidó, supuse. Pero ya decía yo. Aquel nunca lo olvidó. Y aquel ríe cuando aquella está trabajando, o cuando me muerde la mejilla por equivocación, o cuando se me cae la colilla del cigarrillo y ella me enciende uno nuevo. Se ríe, hombre, y debería molerle la cara a puteadas; pero me lo callo y le sonrío a mi aquella. Respiro y me lo callo: va a pasar, un día esto va a pasarnos volando y voy a morderme la lengua.
Si seré un chilletas, cabrón. Sácame otro trago. No vamos a discutir por trivialidades; así son las mujeres como ella, tan neoliberales y tan ingenuas. Alguien tiene que decirle que joder no es cosa del otro día. Que la cortesía no va a darnos de comer, que beberme el mundo en una botella de whisky me va a salvar de el terrible sino de su pretensión. Que soy un hombre de hojalata, que es una mujer de (h)oz. Que qué le voy a hacer.
Y me come el seso, hombre, que ni con cuarenta tragos me va a quitar que soy el entremès de sus días. Y eso, ¿con qué se come?...

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