No sé qué sentirá, mamá. Me preocupa adivinar que estará ahí, en esas fotografías añejas del mundo que dejó atrás para morder polvo en una ciudad de nadie. Que se quedará ahí para siempre, por mucho que me pese. A veces hasta he deseado que no exista la magia de la cámara. El lente preciso que me hace dudar de esos suspiros capturados, y él reía tanto, y él fumaba tanto. Y el queríala tanto.
Me mata -me mata, madre, escúcheme- que la cuerda no esté rota del todo; que la hilación siga siendo un estribo tenue del que pueda tirar cuando le venga en gana, y entonces pase lo que siempre pensé que pasaría. Veintidós años es mucho. No sé qué sentirá, no sé a dónde va a correr cuando le lancen bosquejos de este caos tan mío, tan arraigado. No sé por qué lloro, no sé por qué he tenido la cobardía de registrarle el cofre y leer los poemas que nunca serán para mí. Que escribiría acaso con tanta devoción a su musa, y yo sin un dibujo siquiera de su puño, un algo que signifique más tal vez que cuatrocientas lunas empapadas de patria extraña.
Es un miedo infernal, madre: verme amortajada en la plegaria eterna a la que este frío me condena; y a él le gusta tanto el tiempo pero yo no lo soporto, por tanto que le callo, por tanto que le adoro. Le enloquece el noviembre, los meses gélidos como el carajo. Y me he quedado a joder la primavera por verlo sonreír. Te digo que es lo crucial en mi vida,
Será un jamais vú. Será un jamás tú. Será, al fin de cuentas, y nunca dejará de ser.
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