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miércoles, 10 de marzo de 2010

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Pero por sí misma, se veía de nuevo, mascada y escupida. Su voz era un hueco triste, sin mérito, indigno de ser recordado. Ella, sin embargo, recordaría siempre que esa misma voz vacío era la que había reptado un día de aquellos caminando por un pueblo de prismas.
Pero siendo ahora una copia exacta de los sueños, se miró las manos. Ha lamentado tener vicios a tan ilusoria edad; ahora los dedos amarillos compiten contra los moretones de las yemas a los trece, esa precisa satisfacción de hacerle el amor a las cuerdas afiladas del pobre Maktub escondido en el armario.
Pero sus pies ya no responden lo mismo. Ha crecido y ya su vida en círculos se va despedazando. Deja de fumar, carajo. Quiso escapar pero era tarde, las premisas no funcionan así; uno crece y ya no puede darse el lujo de pensar con los riñones. Uno crece. Carajo, niña, deja de fumar.
Aquí empieza a descuantificar las estrellas una por una, a hacer que la llama flote en el santificado nombre del océano. Aquí grita una rana absorta en los disparates que asesinan la fontana de aparatos. Las nimbus gritan disfrazadas en sonrisas viscerales, despedidas anacrónicas: así como el olor dulzón de la muerte, así como el sabor a café tostado de un hasta luego.
Ya no fumes, ya no.
Y no lo alcanzaba, nunca.

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